La paciencia y la justicia

Una mañana, la Justicia llama a la puerta de un hombre.
El joven, alto, moreno, ojos tan azules como el zafiro de una joya noble y rasgos forjados por alguien que, terminada su jornada, hubiese empleado sus últimas fuerzas en cincelarlos con empeño para así demostrar la calidad de su oficio. Un romántico bohemio, vagabundo de corazones y caballero poeta de las noches insomnes en los que llevado por ansias gloriosas componía sus versos, la mayoría de las veces mojados en ginebra, licor de los heridos de amor.
Su cuerpo, digna escultura grecolatina de proporciones áureas que él gustaba de cuidar con soberbia, sostenía sobre sus hombros la carga del pasado, de los delitos reprimidos que cual vigilante siniestro se apresuraba a vengar si bien no con poca reticencia, pues solo alguien justo podría administrar justicia, y ésta no era amante de gente como él, inspectores hastiados de sucesos tenebrosos y que tras ver la peor cara de la sociedad habían decidido tomarse la ley, la escritura con que todo pueblo refuerza su código ético, por su mano.
La Justicia solía ser descrita como una inocente dama, que tan ciega como los compañeros corruptos del hombre, con su balanza equilibraba los componentes del gran todo social y con su sable, arma de época de la cual la cultura pocos vestigios ha dejado, castigaba a los miserables que la habían violado.
El hombre, hereje hasta la sepultura, la sentía más como una prostituta, ramera mercenaria de piel de lagarto que, por treinta monedas, día sí, y día también, vendía a los prudentes y serviciales hasta que el frenesí de caos y leyendas rotas por un saco de monedas provocaba tal ruido que molestaba a los jerarcas del mundo. San Judas, alcahuete astuto, ladino sabueso, patrón de los jueces con dos dedos de frente, era el causante de que las buenas organizaciones sociales, esas fortalezas asediadas que solo el honor mantenía en pie, fuesen, por las curiosas vicisitudes del mezquino destino, diezmadas de todo sentimiento de virtud y enfermas en su desarrollo, se volviesen reclutas del gran regimiento plutocrático instituido por y para defender al reino de los caprichosos e infantiles señores de la riqueza. Pocos, muy pocos, se atrevieron a plantar cara, con valor propio de un temerario Leónidas, a la gran horda que, vencida por un mar de promesas avaras, arrasaba a cualquier oponente.
El hombre, un espíritu desgastado por la continua pelea. Ya solo le restan las fuerzas necesarias para pedir una honrosa rendición, término contradictorio en su mismo origen. Sus principios, echados por tierra en un intento vano de negociar con los sicarios, repugnantes esbirros del proxeneta traidor.
Y en el momento que una dama, una golfa, llama a la puerta de su fortín, él no responde. Tres golpes sordos, un latido fuerte como el sonido de un tambor, y tras un reconocimiento a través de la mirilla, le llega a sus fosas nasales, limpias de drogas para diferenciarlo de la mayoría de la población, un olor fuerte, el perfume de una serpiente gustosa de devorar las entrañas. Con la mandíbula desencajada, saboreando el inminente bocado, acechando, reflexiona irónico el hombre, pide dos veces dos auxilio al gentil pero apesadumbrado caballero que la observa a tan solo un metro de distancia mientras le sirve un café, néctar de los que necesitan un engrase rápido de la maquinaria léxica para arrancarle a lo más recóndito de su garganta un par de notas y desencadenar un continuo discurso, pero también sistema de aguante de los universitarios, quizá regados en su época de estudiante con más Bayley´s que otra cosa.
Y la Justicia vuelve a solicitar ayuda, el perdón de los bienaventurados, y reintenta comprar el corazón del hombre con artimañas varias, pero solo un par de horas después, tras tener contacto con la supuesta Dama Ciega y haber experimentado en carne, sudor y saliva la fuerza sobrenatural que vuelve a los hombres inocentes o culpables, solo entonces, está el hombre dispuesto a otorgarle sus servicios. Y, tras una melodía alternativa breve, como la duración de las condenas a las que el hombre promovía para los devoradores de almas, la justicia, a merced del hombre, taimada buscona arrepentida de sus pecados. Justicia…..y Paciencia.

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