El suicidio de las hojas

No me acerco. El árbol inspira un prana casi otoñal y tiembla. En el misterio de la vida, las existencias vegetales aprendieron a callar. De los originales gemidos, en fecundaciones bacanales, cedieron al silencio su propósito de perpetuar el sueño de Darwin. Junto a mis pies las hojas se deslizan solitarias y el viento las empuja hacia los laterales del prado. Cueros con las venas secas, resecos vaivenes en los atardeceres de luz.
Ese rojo intenso de los arces americanos, es muerte. Con la ingenuidad del coleccionista de hojas, trato de guardar una hermosa hoja dentro de un libro. Roja y variando sus tonalidades, como si marcara los tiempos de un suicidio asistido.
Cierro los ojos y recuerdo su despertar. ¡Con qué delirio los castaños de indias brotaron palmeros, extensos, vigorosos! Sequedad de un verano que ha olvidado recoger sus cadáveres para ofrecerlos al sol. Aquel olor a hojas quemadas en el patio de la escuela. Atrás, tan atrás que olvido, como condición humana. Humaredas que vertían las cenizas sagradas sobre un Ganges tan inmenso, como el planeta. Dos pasos más adelante, los perros olisquean el suelo, apartan las hojas y se revuelcan en el pavimiento humano que los ha dignificado. Yo dejo de existir con cada pulso incontrolado de ese suicidio otoñal, que me llama para formar parte de una efímera historia.

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