El adiós de la infancia

El viento mece las cometas, las acaricia con dulces soplos, elevándolas con sutilidad, exaltando sus vivos colores, irisados. El viento agita las cometas, las golpea vilmente, zarandeándolas con violencia, rompiendo el hilo que las conecta con la realidad, borrando los colores…
Deshojando primaveras llegué a la dualidad de la vida, al bien y al mal, a lo que fuimos y, hoy, ya no somos. Vislumbré el miedo en las pupilas de un niño, cuando la inocencia se va oscureciendo y disipando. Me puse a atravesar los tétricos pasillos de la vida, escuchando a mis demonios, palpitando en la oscuridad más intensa, sudores fríos, gritos ahogados… llegando hasta ese niño que somos todos. Cuánto ocultamos en nuestro más intrínseco existir, cuántas imágenes borraríamos, cuántas guerras detendríamos, cuántas cometas recuperaríamos…
El ser humano muta hasta ser algo parecido a un monstruo, hasta heredar las más miserables acepciones de la palabra maldad. Somos tan devastadores como un huracán, somos como ese invierno gélido que paraliza el pulso.
El niño se muestra aterrado, sentado en una esquina, esperando un rayo de luz para escapar de aquel agujero infinito. Lloran las emociones, bailan los silbidos cerca de su oído. Sólo anhela volver a volar su cometa, reunirse con ella en ese cielo tan azul como la melancolía de un tiempo que fue y que no es. Risas crueles que antaño fueron carcajadas, almohadas protectoras que hoy devoran las noches…
Y se detiene ese niño, escondido tras la sombra de su presente, bajo una cara rasgada por las caricias del mismo viento que mecía sus cometas, con la mirada perdida en ese cielo, esperando algo que no volverá… el hilo se rompió, el niño se marchó.

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