Prohibido morir
Si algo nos ha ido inculcando esta sociedad de consumo voraz, llena de
fatigas mercantilistas y anhelos abobados, es la
idea de hacernos creer que la muerte no existe. En vez de fomentar
libertades para el individuo, los gobernantes nos quieren vender una
supuesta seguridad que haga que pensemos que jamás llegará el día en que
nuestro cuerpo sea recomido por los gusanos y los afeamientos, y
nuestro espíritu vaya a parar a las manos lustrosas de la infinitud y
las reminiscencias de lo inimaginable. Morir no está de moda por mucho
que los góticos se partan el pecho en reivindicar tal “evento”. No nos
permiten morir aunque vivamos en una sociedad que tiende a la inmolación
y al desapego. La muerte vende poco o nada porque carece de glamur y
buenas maneras, por tanto, mejor es adiestrarla a base de indiferencia y
persuadir por todos los medios a la ciudadanía de que no es más que un
cuento chino, un rumor basado en hechos casi reales y poco más. La
sociedad actual nos hace pensar que se mueren los otros, nosotros no, y
muy debilitada y equivocada debe estar una sociedad así, que detesta y
aparta de nuestros actos y pensamientos algo tan natural e ineludible
como el fallecimiento. Cabe esperar que dentro de poco nos encontremos
en los hospitales y en los tanatorios con carteles en letras rojas que
recen: “Prohibido morir: Usted tiene mejores cosas que hacer”.
Evidentemente. Mejor es pensar en cómo diablos vamos a pagar la hipoteca
a 50 años, cómo llegar a fin de mes sin vociferar angustias y verter
lágrimas, cómo mantenernos cuerdos al ser conocedores de que el
colesterol nos obstruye calladamente las arterias, al tiempo que la
ansiedad nos desgaja las pupilas y nos provoca taquicardias que van y
vienen, y las 16 horas de curro diario hacen que padezcamos un dolor de
espalda digno de ser encerrado en la legendaria Caja de Pandora. No nos
permiten morir porque no hay tiempo para ello, porque hay muchas deudas
que pagar. Nuestro mejor cometido es el de ser productivos sin
rechistar, sin criticar las condiciones, llegar a casa acongojados,
ponernos durante una hora delante de la caja tonta para apreciar los
nuevos problemillas de La Esteban, y enseguida acostarnos al lado de
nuestra impávida pareja. Posiblemente seamos, hoy más que nunca, burros
de carga que se creen libres y cumplidamente saludables, cuando no somos
más que abatidos mortales ávidos de descanso eterno.